martes, 16 de septiembre de 2008

Juana V

Cuando llegué a casa estaba agotado. No tanto por el esfuerzo físico que había significado la caminata (la casa de Juana y la mía no estaban precisamente cerca) sino porque en el último par de horas había sido atravesado por una infinidad de torrentes de sensaciones y pensamientos que fluían fuera de control y en todas direcciones. Hubo un tiempo en el que me habría gustado que se enamorara de mí, y quizás hasta nos habríamos casado, pero ese tiempo había pasado (si desapercibido o no para Juana, no lo sabré nunca) y ahora no tenía ni la menor idea de qué quería de ella. Seguramente ella tampoco tenía idea de qué quería de mí, pero corría con la ventaja de que nunca se preocupaba por esas cosas, la muy... De lo que sí estaba seguro es de que la quería mucho, de que era un amor familiar, y de que acababa de impregnarla de nuevo de un erotismo que quizás se tomaría años en desaparecer.
Colgué mis abrigos en el perchero que está en el pasillo de la puerta --mal: uno de ellos fue a parar al piso, al rato-- y acto seguido me desplomé en una silla (sólo porque no se me ocurrió nada mejor; no podía pensar; me dolía pensar, y no como esos dolores metafísicos que tienen que ver con el ánimo; un dolor punzante y recto que iba de entre las cejas a la parte superior de la nuca, como un rayo láser) y saltando con la vista de una cosa a otra aterricé en una carpeta que Juana se había olvidado medioescondida por un almohadón. Yo sabía que esa carpeta contenía ciertos papeles para hacer no sé qué trámite de importancia. Escuché los mensajes; ninguno era suyo. Era tan probable que no se haya percatado de que se había olvidado los papeles como que sí, y no haya tenido el valor para reclamarlos.
Decidí irme a dormir lo que pudiera (no era solamente el aturdimiento, también seguía muy excitado, y esto, probablemente, era lo peor de todo) y ponerme el despertador para la mañana siguiente un par de horas antes de lo habitual para hacerle llegar a Juana sus cosas.




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