miércoles, 2 de julio de 2008

30 de diciembre

Capítulo segundo


(Sun shines in the bedroom
when we play)


Volvimos al hostel, después de nuestra casi vagabunda travesía yendo y viniendo desde y hacia todos los puntos cardinales cruzando una y otra vez la bella y atemporal ciudad de Rosario, arrastrándonos por museos de aquí para allá, acostándonos en pastos, saltando en taxis, hablando con perros, preguntándonos sólo por deporte qué haríamos en los próximos cinco minutos, recorriendo peatonales y avenidas, entrando a negocios más o menos ocultos en galerías casi deshabitadas a comprar cosillas... Volvimos al hostel, después de nuestra casi vagabunda travesía que terminamos comprando en un mercado el pan, queso, fiambre, tomates, maní, papas fritas, alcauciles que cenaríamos. Después de la comida nos metimos en la habitación --una vieja habitación en un primer piso, con un pequeño balcón del que se podía ver la calle adoquinada de manera tal que los cuadraditos dibujaban algo así como las ondas que se dibujan en la superficie del agua donde se tira una piedra; una vieja habitación pelada cuyas puertas (la de entrada y la del balcón) eran de hoja doble, que tenía paredes altas y claras con unas lindas guardas en relieve llegando al techo; que tenía tres camas, de las cuales una estaba quebrada por la mitad siendo completamente inutilizable por un ser humano, y tres muebles que eran como baúles verticales, para los cuales la encargada nos había dado primero un par de candados que no pasaban por los ojales y después otro par que no se correspondía con las llaves que lo acompañaban--. A partir de ese momento el orden de los acontecimientos es confuso, y, además, poco importante.
Pusimos un disco en el grabador que habíamos llevado y nos sentamos uno en cada punta de la cama que daba al balcón. Hablamos un rato largo. Ella me contó detalladamente acerca de su trabajo, las personas con quienes convivía, las características de cada uno, personas famosas que había conocido, intercalando de vez en cuando alguna anécdota e interrumpiéndose constantemente para decir "Estoy hablando un montón, babe. Parame", y entonces yo le hacía alguna pregunta que originara un nuevo relato, tanto porque me interesaba como porque a pesar de su autocensura estaba muy entusiasmada y era feliz.
Después de su historia estuvimos bastante tiempo mirándonos un poco, divagando en silencio, haciéndonos gestos y muecas con las manos y la cara.
De alguna manera terminamos acostados uno al lado del otro charlando de quién sabe qué. A esta altura nuestras conciencias ya surfeaban y la habitación empezaba a transformarse en esa suerte de burbuja microcósmica en la que la aspiración de cualquier tipo de noción era inútil y ridícula y además no le importaba a nadie. Al rededor de la cama ya había tirados discos, algunas ropas, botellas de varias cosas y vasos, cenizas y colillas de todas clases que habían estado alguna vez en el cenicero (un cenicero que ella había improvisado con la tapa de una cajita rectangular transparente; murió como cenicero) pero éste ya se había volteado por primera vez.
Un --en este momento a mis pensamientos los tiraba una locomotora en llamas-- tiempo después de que se instaló el silencio --salvo por algún disco, el segundo o tercero, que seguía cantando--, sin decir una sola palabra empezamos a besarnos y acariciarnos, hervimos, me levanté y apagué la luz. Las ropas volaron al suelo, igual que el resto de las cosas que había en la cama --entre ellas, una vez más, el cenicero--. Durante una eternidad imaginaria tuvimos el sexo más fantástico --¡Ah! ¡Mi Diosa del Sexo!--.
Le salí de encima y nos volvimos a acomodar en silencio y todavía agitados en la cama, medio entrelazados, con nuestros cuerpos brillando pálidos por la luz blanca que entraba por el balcón. Tuve por un rato la mirada perdida en los ojos de ella --¡Ah! ¡Mi Diosa de la Profundidad Celeste!--. De pronto se puso a cantar con su voz dulce y aterciopelada que siempre le da a uno la sensación de que le está cantando al oído, sólo que esta vez sí me estaba cantando verdaderamente al oído y cerré los ojos y la amé. Teníamos el mejor humor del mundo y salimos a fumar al balcón, yo estaba desnudo con las palmas apoyadas en la baranda y ella medioenvuelta en una frazada que usaba a la vez de alfombra para no pisar las valdozas frías de la intemperie. Deben haber hecho apenas unos pocos grados.
Volvimos a entrar. Deambulábamos desnudos por la habitación-burbuja que estaba brumosa y completamente desordenada y con el aire cargado de ese calor humedo de estufa a gas y humo y olor a sexo y a cuerpos y a alcohol. Reíamos a los gritos --¡Ah! ¡Mi Diosa de la Risa!-- y nos movíamos de un lugar a otro dando saltos danzantes colgados de hilos y lianas invisibles y el vetusto piso de madera que con cada paso hacía ¡pum! un ruido obeso que hacía vibrar las paredes y nuestras almas y nos llevábamos por delante cosas dejando en el piso charcos de cerveza y vino y más cenizas y colillas y todo tipo de cosas. Toda la escena era tan jodidamente hermosa que podría besarla.
Uno de los charcos de cerveza se había formado, graciosamente, al rededor de un rollo de papel higiénico que en algún momento hubo de ir a dar al piso. Apenas lo vio se acercó a él y vació todo su vaso de cerveza sobre el rollo sin saber bien por o para qué en una actitud que me cautivó tanto que desde la cama aullé de risa. Por primera vez en nuestra vida juntos no le importaba absolutamente nada, y era maravilloso. El charco, naturalmente, se agrandó; a la mañana siguiente nos enteramos de que por suerte no había alcanzado ninguna de nuestras cosas.
Rato después, le dieron ganas de más cerveza, pero eran las primeras horas de la madrugada y no sabíamos si habría alguien a quien acudir en el escritorio de la recepción. Todos los demás huéspedes habían salido así que el salón comedor, al que daba nuestra habitación, estaba vacío y pude abrir la puerta un poco para asomar la cabeza y cruzar con la vista el largo pasillo que terminaba en el escritorio de la recepción. Sí había alguien. "Qué paja, me tengo que vestir...", dijo. "Bueno, pero cuando volvés te desvestís de nuevo". Se levantó y empezó la operación. Jugó un rato a disfrazarse con mis ropas, usaba mis pantalones, mis abrigos. Yo la observaba encantado. Finalemente fue, volvió, y volvió a desvestirse.
Se puso a buscar algo que sirviera para secar un poco el piso y encontró dentro de uno de esos muebles para guardar cosas algunos diarios viejos. Dio un grito de alegría, se acercó al charco y a mí y extendimos los diarios encima. Y fue todo lo que hicimos por él.
Cuando estábamos poniendo el disco número seis o siete se nos ocurrió mirar la hora por primera vez: eran las cuatro. Habíamos estado ahí dentro algo más de cinco horas y tomamos la decisión de de una vez por todas dejar de postergarlo y salir a dar una vuelta por la noche esa que mirábamos por el balcón.
Con toda la calma del mundo nos vestimos --durante este proceso, mientras iba de un lugar de la habitación a otro, cuando apoyé un pie en el suelo se escuchó un ruido de como si hubiera pisado un patito de goma, levanté la cabeza asombradísimo y la miré, ella también lo había escuchado; estallamos en risas; no se volvió a repetir y nunca supimos nada más de él--. Y salimos a caminar sin rumbo a través de la fría noche desierta.



.d


7 comentarios:

Anónimo dijo...

me conmovio.
dificil encontrar ciertas compañeras de aventuras.

Anónimo dijo...

=)

ch. dijo...

pobre cenicero

:(

muy lindo dan, lindas descripciones.

C. dijo...

...es claro que cuantas mas palabras escribis menos me quedan a mi para poder decir algo... QUE PUEDE DECIR UNO DESPUES DE TAN HERMOSO TEXTO?!

Anónimo dijo...

dangax?

Anónimo dijo...

lo mejor del blog (sin contar mi foto)

Anónimo dijo...

Maravillosa historia! encierra la mas profunda intimidad que pueda existir, reduciéndose el mundo a ser una sola persona y teniendo en esa habitación todo lo necesario para ser feliz...