miércoles, 22 de octubre de 2008

Juana VI


A la mañana siguiente, apenas me desperté, la llamé por teléfono. Le dije que tenía sus papeles; ya lo sabía. El tono de la conversación era normal, pero no nos distendimos mucho tampoco. Le dije que pasaría por su casa --de su madre-- a dejárselos y aceptó. Era una mañana preciosa, fresca, de sol.
Me recibió con mate. Tenía unos jeans un poco oscuros y una remera a rayas finas horizontales azules y blancas con un escote que a pesar de no ser nada indecoroso me encendió la imaginación, y en general. Tenía el pelo recogido pero no del todo. Hay que decir que los primeros minutos fueron un poco torpes, no incómodos, para nada, pero torpes. Era como si no nos conociéramos tanto. Daba la sensación de que los dos estábamos frente a un otro extraño y todas las palabras y los gestos físicos eran tímidos y calculados. Ninguno mencionó nada relacionado con la noche anterior. Ni hablar de proponer algún acercamiento extraordinario. Con el correr de los minutos --que fueron pocos-- esta tensión se fue disolviendo y ya estábamos de nuevo charlando despojadamente como los viejos amigos que éramos.
Tenía muchas líneas de pensamiento paralelas al mismo tiempo. Una de ellas seguía la conversación que estábamos teniendo, que no era acerca de nada demasiado importante, sino pura conversación de entretenimiento que era, verdaderamente, entretenida. Otra, recordaba la noche anterior y trataba de articularla con el pasado y ese presente de una manera que lograra hacerla más o menos comprensible. Otra, estaba plenamente concentrada en el escote que tenía enfrente, a inpalpables cincuenta centímetros. Y así. (Insisto en remarcar que la situación era totalmente amena y disfrutable. Estaba a gusto.)
Al rato llegó una de sus amigas, la paseaperros, a quien yo ya conocía, con dos de sus animales. Monopolizó por un rato la atención de Juana y eso me vino bien para poder ordenar un poco esto de las líneas paralelas de pensamiento. Lentamente empecé a participar en la conversación. Como se estaban desarrollando las cosas, parecía, a los efectos prácticos, que nada hubiese pasado nunca. Que lo de la noche anterior sólo había tenido impacto en nuestra imaginación. Me pareció que eso estaba muy bien.
Poco rato después, me fui. Contento y tranquilo.
En las semanas subsiguientes seguimos viéndonos. A veces en privado, en cuyas ocaciones todo entre nososotros se desarrollaba normalmente, éramos sencillamente Juana y yo, charlando, pasando el rato, como había sido siempre. Y otras veces en público, en reuniones de amigos o fiestas. (En un par de estas fiestas tuvimos algunos rozes con cierto carácter de clandestinidad a los que no les dimos mucha importancia. Cosas de borrachos. Nada como la primera vez.) Era muy agradable saber que había algo más entre nosotros que lo que se podía ver inmediatamente, que nada de lo que había pasado se había transformado en un problema para ninguno de los dos, que no teníamos ninguna expectativa que cumplir con el otro lo cual nos mantenía alejados a ambos de cualquier tipo de desilusión o malentendido.
Finalmente llegó el día de su partida. Habíamos quedado en que pasaría a saludarla por la casa de su madre --si es que a esta altura todavía interesa, su madre superó el problema de salud que la había tenido hospitalizada; Juana la cuidó algunos días en su casa luego de que la dieron de alta y arregló con su hermano que él quedaría a cargo, para que pueda retornar a su hogar y atender sus cosas de allá--. Todo el camino fui pensando en cómo despedirme de ella. "No tengo idea de cómo despedirme de vos". Ella ponía cara de incertidumbre y no me decía nada. La charla desvió sola a otras cuestionas más sencillas. Salimos a caminar. Nos sentamos un rato en una vereda; caminamos más; nos volvimos a sentar, en una plaza. Mientras estábamos en la plaza la situación se puso un poco más espesa, empezó a crecer cierta tensión, cierta tensión física. Ya no hablábamos. Quería saltarle encima. Hacerle una lista infinita de cosas. Por algún asunto relacionado con la hora que ya no recuerdo tuvimos que levantarnos y emprender la vuelta. Retomamos el diálogo mientras íbamos caminando --de nuevo, los viejos Juana y yo--. Llegamos a la puerta de su casa y ese sí era el adiós definitivo. Nos abrazamos, nos dijimos que nos íbamos a extrañar, que nos queríamos; nos abrazábamos unos segundos en silencio, nos volvíamos a repetir todo y decíamos ¡ay! y ¡oh! y etcétera... Yo no podía irme. Sencillamente no podía. Me daba vuelta, daba dos pasos, y tenía que volver. Y todo se volvía a repetir. Hasta que en una de esas vueltas la agarré con las dos manos de la cara y la besé, y le dije chau, y entonces sí fue adiós.
Debo decir que pasé un tiempo preocupado por cómo seguir manteniendo la figura de Juana en mi imaginación. Qué tipo de relación tendría en el futuro con ella como persona, qué tipo de relación tener con su recuerdo. Acabé por entender que Juana no era ni sería nunca pasado ni presente ni futuro. Su cualidad, lo que la hacía tan valiosa para mí, era, es, su identidad de contingencia. Esto es bueno, me tranquiliza, y de alguna manera legitima ciertas curiosidades que todavía tengo.



.d

3 comentarios:

Anónimo dijo...

the end?

Dante dijo...

Veremos cómo va saliendo. Qué va pasando.

C. dijo...

puede no tenga fin... justamente de eso hablas al final no?.

Al borde del asiento hasta el ultimo renglon.

"Juana" se vuelve tan fuerte por la sinceridad que desborda.

Con la cabeza que tenes no se como haces para no volverte loco!!!!